Hablar de innovación sigue siendo, todavía, sinónimo de tecnología en muchos entornos empresariales y no empresariales. Un error del que nunca nos cansaremos de escribir.
Son muchas las entradas que hemos dedicado en este blog a intentar aclarar la diferencia entre innovación y tecnología. Mucho más cuando hablamos con clientes, proveedores y amigos en general, en contextos profesionales y más familiares. Sin embargo, nunca está de más seguir insistiendo en ello.
Y en esta ocasión lo hacemos desde el intento pedagógico de mostrar ejemplos que ilustran por qué y cómo se puede innovar sin pensar en tecnología.
Antes de eso, una reflexión: a veces, confundir innovación con tecnología, produce el efecto contrario al esperado. La tecnología sigue suponiendo una brecha difícil de salvar en según qué entornos y colectivos. Pensar que para innovar hace falta necesariamente la tecnología puede representar un stopper para todas esas personas que tienen dificultades con la segunda pero que, sin ese cortapisa, podrían ser tremendamente innovadoras.
La innovación se refiere a todo aquello que personas, empresas y organizaciones buscamos hacer de manera diferente a lo habitual para resolver retos de siempre. La innovación está en nuestro ADN humano, sin él no hubiéramos podido evolucionar como especie. Ocurre que, en ocasiones, ese impulso innovador intrínseco se ve bloqueado por el miedo (otro factor intrínseco). Contra lo que pueda parecer, el miedo corporativo (que podría ser algo así como el temor de las organizaciones a cambiar lo que siempre “se ha hecho así” y funciona) es la mayoría de la veces superior al miedo individual.
Dicho esto, podemos pensar en innovación cada vez que cambiamos la manera de hacer las cosas: el diseño de una pieza, la forma de fabricarla, la cadena de procesos que dan lugar a un resultado, la forma de dar servicio a nuestros clientes y usuarios, la manera de monetizar, la forma en que comunicamos, cómo nos relacionamos entre compañeros de trabajo… y todas estas cosas poco o nada tienen que ver con tecnología.
En la última semana, hemos estado participando activamente en un taller para dar forma a proyectos de innovación social. Personas de diferente condición y procedencia se han reunido en el mismo espacio para cocrear soluciones nuevas a retos sociales como la despoblación o la escasez de vivienda en el medio rural, por ejemplo. La tecnología ha podido, en algunos casos, ser una herramienta en la que apoyarnos para construir soluciones; en otras ocasiones se ha erigido como la palanca en la que sustentar la idea innovadora; pero otras muchas veces ni ha asomado siquiera por allí.
Qué duda cabe que la tecnología – sobre todo la alta tecnología, esa que asociamos prácticamente a la ciencia ficción (inteligencia artificial, robótica, sensónica, realidad virtual y realidad aumentada…) – reviste de glamour todo lo que toca. En algunas personas parece resultar una tarjeta de visita con la que demostrar su valía profesional. Pero mi madre ha innovado toda su vida sin saber una palabra de tecnología. Siempre cuenta Santi que su abuelo aplicaba lean startup en su tarea como agricultor, ahí queda eso.
Y para terminar otra reflexión: empiezo a notar una nueva forma de brecha digital. Ahora que parece que la alfabetización digital es un hecho (discutible, cuanto menos), la distancia la marcan todos aquellos que han hecho del lenguaje tecnológico una forma de elitismo. Si no hablas de Chat GPT ya no estás en el mundo… ya veis, y nosotros innovando fuera del radar.
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Desde siempre aspiré a hacer de este un mundo mejor, más justo, más igualitario. Desde COCREANET, la empresa de la que soy socia y fundadora, aterrizo mi propósito en proyectos de innovación, empresarial, social y, ahora también, rural. Un compromiso con las personas y con la sociedad.
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