¿De qué estamos hablando cuando decimos que algo ha tenido éxito en innovación? ¿entendemos por “éxito” lo mismo? Definitivamente, no.
Es curioso el concepto de “éxito” porque, aunque parece que no ofrece lugar a dudas, lo cierto es que, si nos preguntan a cada uno de nosotros, los matices están asegurados. En innovación no se producen tampoco excepciones a esta norma no escrita: la medida del éxito es bien distinta según con quién hables.
Si consultamos el diccionario de la RAE aparece “éxito” ligado a otros tres conceptos no menos ambiguos: felicidad, aceptación, terminación. No es de extrañar que cueste tanto entonces asumir la medida del éxito en la innovación. Porque, en innovación, el éxito se mide en cantidad de aprendizaje y el aprendizaje, muchas veces, no está ligado ni a la felicidad, ni a la terminación, ni siquiera a la aceptación.
Aprender es, en demasiadas ocasiones, un proceso doloroso. Aprendemos cuando nos equivocamos, cuando nos caemos, cuando nos decepcionamos. En innovación, los aprendizajes están asociados a la experimentación y el resultado de un experimento es tanto más valioso cuanto más se aleje de las asunciones que habíamos hecho inicialmente.
La generación de un nuevo negocio, un emprendimiento o intraemprendimiento, intenta seguir, desde las metodologías que aplicamos actualmente en innovación, un procedimiento más o menos sistematizado que se apoya filosóficamente en el método científico. Esto es: parte de la base que cualquier ideación previa es una mera conjetura, una hipótesis a validar, y aplica un proceso de experimentación concienzudo para intentar probar su veracidad, o más bien para refutarla.
Los equipos emprendedores, cuando se enfrenten a esta fase de la experimentación, llegan teóricamente convencidos de que este es el mejor camino, la lógica del método es tozuda y admite poca duda. Pero, ay cuando toca afrontar el resultado de ese primer experimento y contradice las creencias sobre las que habían sustentado sus ideas. La imaginación se vuelve loca y esgrimen todo tipo de justificaciones, lo que sea con tal de no dar su brazo a torcer. Conozco a algún emprendedor que ha llegado a abandonar el método en este momento, ha preferido, en su ceguera, continuar construyendo su idea aunque las evidencias empíricas aconsejaran lo contrario.
Al enfrentarnos a un proceso de experimentación, mentalmente tenemos que adoptar una actitud desprendida, humilde también. Estaremos así preparados para recibir todos los aprendizajes que estén por venir, que a buen seguro serán muchos. Da igual si la hipótesis inicial se cumple o no, si nuestras asunciones estaban o no en lo cierto, lo importante es que el resultado del experimento nos va a ofrecer unos datos incontestables que nos van a permitir obtener una certeza, sea cual sea esa certeza. Este es el aprendizaje.
Cuantos más experimentos hagamos, más aprenderemos. Y como lo más habitual es que al experimentar nos demos cuenta de que hemos fallado en nuestras hipótesis iniciales: cuanto más fallemos más aprenderemos (vamos, más o menos igual que ocurre en nuestra vida, ese proceso doloroso que comentábamos al principio). Por tanto, desde este punto de vista, innovar es el arte de fallar. Fallar rápido, fallar barato, fallar humildemente y de forma desprendida.
Fallar es, así visto, la medida del aprendizaje. Y la medida del éxito en innovación es, por lo tanto, la cantidad de aprendizajes, equivalente a fallos, que hayamos sido capaces de acumular.
Así es como el éxito, como concepto, resulta tan difícil de asumir en innovación. Pero esto también es cuestión de aprendizaje.
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Desde siempre aspiré a hacer de este un mundo mejor, más justo, más igualitario. Desde COCREANET, la empresa de la que soy socia y fundadora, aterrizo mi propósito en proyectos de innovación, empresarial, social y, ahora también, rural. Un compromiso con las personas y con la sociedad.
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